Por: José E. Muratti Toro
23 de septiembre de 2024
Now I understand
What you tried to say to me
And how you suffered for your sanity
And how you tried to set them free
They would not listen; they did not know how
Perhaps they’ll listen now
You took your life, as lovers often do
But I could’ve told you Vincent
This world was never meant for
One as beautiful as you
-Don McLean
Los siguientes comentarios obedecen a mi – admito – subjetiva mirada de esta obra de teatro que es, simultáneamente, una incursión en el sicalíptico suicidio de Vincent Van Gogh (el real-histórico y el alter-ego del autor), el “mal du siecle” de finales del XX y principios del XXI de esta era posmoderna, y en la sicopatía de un dramaturgo en búsqueda de sentido para su vida en un país que le da la espalda a su historia, que es como darle la espalda al porvenir.
La excelente reseña “Urdimbre de temáticas en la trama de Morir de noche” de Roberto Ramos Perea, por la historiadora y promotora cultural Amarilis Cintrón López, (https://guayciba.com/archivos/46541), hace innecesario describir en este espacio la puesta en escena, con todos sus elementos de escenografía, iluminación y poderosas actuaciones del elenco. Nos dice Cintrón López: “Después de ver los dos actos, de casi una hora de duración cada uno, se entiende por qué la pieza fue seleccionada entre las cinco finalistas del Premio Tirso de Molina de 1992, que evaluó sobre 300 dramaturgos Iberoamericanos y en el que Ramos Perea logró el primer lugar con la obra Miénteme más”.
La pieza, continúa Cintrón López, “dedicada a la viequense Esther Mari… fue producida [por primera vez] por Teatro El Ángel, compañía teatral de Esther Mari y su hija Angela Mari, quién protagonizó la pieza en 1996. Unos 28 años después, su nieto Ugoh, protagoniza la obra en el Teatro Victoria Espinosa en Santurce”, junto a Israel Solla Rivera, Mariana Quiles-Fabián, Adaluz Santos Hernández, Anahí Rodríguez y Rocío Ramos González, bajo la producción ejecutiva de Melissa Reyes Pérez y la dirección de Roberto Ramos Perea.
La obra relata la historia paralela de Vincent van Gogh junto al novelista Emile Zola (a quien van Gogh llamó el segundo Balzac), y la del autor de la obra y un pintor amigo de su juventud. En la época que parece morir la Guerra Fría y que Francis Fukuyama llamó “El fin de la historia”, Ramos Perea explora la angustia existencial de ambos pintores ignorados, menoscabados y menoscabados en vida. Ambos pintores luchan por aferrarse y, simultáneamente, deslindarse de una existencia que les permite ser artistas sin poder evitar que las mismas pasiones y sensibilidades que les hacen geniales, les desboquen y arrojen por el despeñadero de la autodestrucción.
Vincent se niega a renunciar a su desenfreno ineludiblemente entrelazado con su creatividad. También no logra conformarse con encontrar su felicidad junto los sucesivos amores de su vida, desde su ingenua, romántica y tradicional esposa hasta los sucesivos apasionamientos con prostitutas que representan la libertad de las cadenas de la conformidad.
Naná y Sien, las dos meretrices (genialmente representadas por Mariana Quiles-Fabián), alcoholizadas y adictas, encarnan el desenfreno de una pasión sin la cual, paradójicamente, el pintor es incapaz de mezclar las formas y colores convertidos en apacibles arboledas, doradas campiñas, cielos estrellados, y campos de girasoles que siguen el curso del sol como cándidos seres primitivos o deslumbrados adolescentes ante la estrella mediática del momento.
Emile Zola, por su parte, se felicita y se aborrece por haber sido el antiguo profesor que le enseñó a pensar – que es como decir a cuestionarlo todo, incluso a sí mismo – y haberse convertido en el cínico intelectual-venido-a-menos que se ha conformado con aceptar su irrelevancia en un mundo en el cual “la angustia por la existencia termina cuando cobras tu cheque.”
Como profesor, novelista, dramaturgo siente que ha tenido que transar por defender “lo justo, lo legal, lo democrático”, aun cuando arguye que la moral que dicta tales virtudes “es el condón de la imaginación”. “Lo demás es filosofía”, añade, como sinónimo de patraña, de ejercicio en futilidad, de falta de pertinencia. Zola no puede negar su pusilanimidad ante un mundo en el cual ni sus ideas, ni sus convicciones, ni tan siquiera la lealtad a los amigos que sustituyen los lazos de sangre para él es sagrada, pues no tiene reparos en violarla con la amante prostituta de Van Gogh, acto con que la convierte, para todos los efectos, en su propio espejo.
La búsqueda de la libertad es obligada tanto para el pintor que la busca en la conveniencia de la relación conyugal y la rechaza con sus infidelidades, como para el “intelectual” que no se deja atrapar por la conformidad, como para el dramaturgo que enarbola sus colores en todas sus puestas en escena.
Dicha búsqueda de la libertad – como la de la felicidad en la Declaración de Independencia de las Trece Colonias de Norteamérica – se ve coartada por la restrictiva conformidad familiar, por la traición a la amistad por la codicia de la mujer ajena, por la aparente invencibilidad de un sistema que exige amoldarse a sus espacios y tiempos. Sistema e intolerable conformidad, e incluso la pertenencia a “algo” (pues a “alguien” representaría una doble servidumbre), le imposibilitan a ambos, filósofo y pintor, encontrar su propio sentido de vida.
Uno y otro vive “agobiado… [por el] fastidio [de] lo nimio, el detalle insulso, la emoción insignificante” berrea Emile. El escritor se hace eco del pintor cuando aúlla que “todo el mundo se enoja y luego te miran a ti. Todo lo común se [le hace] rancio. El matrimonio, el estado, la justicia, la moral, Dios… ¡Yo tampoco quiero vivir todos los días con el mismo afán! ¡Pero qué contradicción más hermosa!” El pintor es incapaz de rendirse ante la muerte deseada o conquistar la vida con sentido que comparte el filósofo con su alumno-cum-amigo-cum-heredero de sus ideales y vacilaciones y claudicaciones.
Reiterando la búsqueda del sentido de la vida, que Viktor Frankl publicó tras la II Guerra Mundial, y haciendo acopio de su formación autodidacta en filosofía, Ramos Perea nos confronta con la aserción de Parménides de Elea, cuando le señala a Van Gogh por boca de Zola que “lo que es, es. Lo que no es, no es”, advirtiéndonos que si bien es imposible renunciar a lo que se es (lo que nos ha tocado vivir en este cuerpo, en este momento histórico, en este lugar) también resulta imposible no desear, aspirar y esforzarse por lo que no es… (aún).
Somos esa eterna lucha entre la inconformidad con lo que tenemos, con lo que somos, con lo que es posible, y sus antítesis de límites, de legados, de sumisión, porque rebelarse contra lo que es, nos coloca en peligro de extinción.
Por eso Van Gogh quiere hacerlo en sus propios términos, acabar con lo que lo coarta, lo encierra, lo mata poco a poco, como quien, literalmente, no quiere la cosa. Por eso quiere morir, morir de noche, cuando la luz que le deslumbró e ilumina sus mejores pinturas no le abrigue con nuevas esperanzas de continuar intentando, viviendo a-penas, con penas, pero sin gloria.
Zola, por su parte, haciendo alarde su propia cobardía, ni se reafirma en la rebeldía de su juventud con que contagió a Van Gogh, ni se conforma del todo con ser, aunque sea el amigo, el hombro en el cual su discípulo pueda llorar tanta zozobra y desengaño. Se niega (¿o es que no puede?), a ser el ejemplo de que es posible ser auténtico y vertical ante la angustia compartida.
El sorpresivo desenlace atestigua la banalidad de tanta inconsecuencia.
Morir de noche es, para este espectador y admirador del mejor dramaturgo vivo de Puerto Rico, su mejor obra. Es simultáneamente una oda al amor, el amor de Van Gogh por lo que tenía y lo que desperdició, como lo que Zola descubrió y a lo cual le dio la espalda; y es una oda a nuestra capacidad como seres humanos, como personas, como nación de ser siendo, negándonos a “no ser”; afirmándonos en la libertad, que es lo que nos define pues, a fin de cuentas, solo en libertad se puede, en realidad, ser.
Esto nos viene advirtiendo Ramos Perea con su incansable legado como historiador, como escritor, como profesor, como dramaturgo durante casi medio siglo. Como dice Don McLean en su genial Vincent, tal vez ahora le escuchemos.
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